Nosotros, los miserables (II) – Homo novus
Todos los movimientos artísticos de la historia nacen por una aparente necesidad de romper con lo anterior. No entenderíamos el arte helenístico y su pathos sin el contraste con el equilibrio y el ethos del periodo clásico. Lo mismo ocurre con la decadencia y tensión del Barroco, que solo se entiende desde la evolución de un Renacimiento recto y claro. El arte nos da un reflejo de esa lucha constante entre lo recto y lo curvo, entre el equilibrio y la tensión, entre el idealismo y el cinismo.
Pero, como le gusta decir a los profesores de historia, todo es un proceso: no nos acostamos un día medievales y nos despertamos modernos. Los procesos son lentos y llenos de hibridismo, e implican una evolución desde lo previo. No existe el arte sino insertado en una tradición cultural, sumado al bagaje de todo el conocimiento y tendencias estéticas anteriores.
Víctor Hugo nos deja una obra inmensa, tanto, que es fácil dejar pasar desapercibidos detalles paralelos a la gran persecución de Jean Valjean. Del tema principal de Los Miserables y la compasión ya hablamos en una entrada anterior, pero es igualmente importante prestar atención a esos personajes secundarios que nos revelan muchas cosas sobre nosotros mismos.
Hacia la mitad de la obra, Víctor Hugo nos presenta un “grupo que estuvo a punto de ser histórico”. Los llaman los Amis de L’ABC (juego de palabras en francés, pues abaissé significa rebajado, ofendido). Todos de orígenes y oficio distintos, la mayoría hijos de burgueses, se reúnen periódicamente en el café Musain para celebrar sus tertulias. Son estudiantes, jóvenes e idealistas, que intentan arreglar el mundo desde una taberna: reniegan de los Borbones, de Napoleón, de Luis Felipe. El único fin que merece su amada Francia es la República. Pero entre ellos, hay dos que destacan por su contraste.
El primero es Enjolras, el líder de los revolucionarios. Victor Higo lo describe joven, fiero, rubio como el dios Apolo y terriblemente apuesto. Es el espíritu idealizado de la Revolución hecho persona.
No existe un anverso sin un reverso, y su reverso es Grantaire. Si Enjolras es la luz, Grantaire es las tinieblas. Y precisamente así lo construye Víctor Hugo:
Grantaire es un vividor, amante del juego, las mujeres y el vino, un cínico que vive sin ambición ni un ideal que defender.
Sin embargo, no está tan cerca de convertirse en Diógenes e irse a vivir en un tonel como puede parecernos.
¿Cómo nos explicamos esa fe ciega, esa atracción que ejercía el mismísimo espíritu de la Revolución, sobre un hombre que no cree en nada? Porque representa todo aquello de lo que carece, y ya nos lo dice Hugo, “a nadie le gusta tanto la luz como al ciego” (p. 722).
Enjolras y Grantaire no son opuestos, sino complementarios. Se nos muestran como la personificación de dos fuerzas antagónicas que mueven al hombre, dos miradas a la realidad: lo apolíneo y lo dionisiaco de Nietzsche. Mientras que uno representa lo recto y lo equilibrado, lo racional y la cordura, el otro es una personificación de las pulsiones más primarias, el hedonismo y el desenfreno. Pero no existe una sin la otra.
El arte parece ser una sucesión de movimientos estéticos que rompen con el arte anterior, pero es imposible tratarlos de forma aislada entre sí, como si fueran fuerzas opuestas que a veces se acercan más al equilibrio y otras a lo más expresivo. No se entienden unos sin los otros, pues todos anclan sus raíces en una tradición común, y no existirían sin su anverso. De igual forma, Grantaire no se entiende sin Enjolras. En el fondo, son dos caras de una misma moneda, el dios Jano que mira a la vez al pasado y al futuro, personificando las dos tensiones interiores del hombre.
Bibliografía
Hugo, Victor. Los Miserables, Madrid: Alianza, ed. María Teresa Gallego Urrutia (2015).

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